sábado, 3 de marzo de 2007

Mil páginas

por Federico Levín

La doctora Blister está parada en el año 2113 en un cuarto que es blanco como un laboratorio. Sostiene en una de sus manos un frasco de vidrio con un líquido verde fosforescente. Y dice:
en la disciplina de la ciencia
nombrada literatura
los experimentos se realizan
sólo con humanos.
Acerca el frasco a su boca y apura el trago de absenta,

simultáneamente, en el 2007, un joven sentado en el banco de una plaza lee una novela de mil páginas. El libro, en realidad, tiene menos de cuatrocientas. Pero en cada página habitan unos fragmentos que se nombran como 'páginas'; y tienen la textura de una ratita que se despereza. El joven no puede parar de leer el libro, ahora, aunque tampoco puede leerlo, a decir verdad. El libro en sus manos es un objeto que lo hace pensar en un libro imposible, otro.

Con la otra mano la doctora Blister apretuja una ratita de su colección. Es recién nacida y la doctora la llama Posteridad. La aprieta con la suficiente fuerza como para que no se escape, pero no tanta como para que se ahogue. Como si fuera un pájaro que representa al amor, pero una rata llamada Posteridad. Las ratas no leen, dice la doctora Blister. Como una metáfora pero no.
Con la mano restante no hace nada. O sí: se suena los dedos.

El joven está sentado, todavía en el 2007 leyendo el libro, y piensa en dos trampas de las que es víctima: la palabra 'novela' en el título, y el ordenamiento consecutivo de los números de las páginas- fragmentos. Que el primer fragmento se llame página 1, y el último se llame página 1000 es un orden, artificial. Un rasgo ordinario en un libro que no. Un libro extra que se acerca al humano a través de su rasgo ordinario para ser leído. Porque las ratas no.

La doctora Blister dice, y el hipo que le produjo el absenta corta su parrafada en versos.
la trama
y la trampa
difieren
en una sola letra: la pe
ro ambas son para otro.

El joven quiere ser editor. Lo es: recorta los fragmentos del libro con una tijera, que es la misma que usa para recortarse los bigotes. Pega cada fragmento en una página distinta, desordenando la progresión numérica. Ahora el libro tiene, efectivamente, mil páginas. Y es un libro de poesía.
Deja el nuevo libro a un costado y sigue leyendo la novela. Se hizo de noche en el 2007 y el joven recuerda un sueño:
se levanta en medio de la madrugada y entra a su estudio. Sentado junto a la computadora está Tinelli, leyendo en el monitor una novela que el joven ha escrito. Tinelli lee y niega con la cabeza, todo el tiempo. El joven se acerca y ve que el texto de su novela no entra en la pantalla, es más ancho. Tinelli lo mira y le dice que la novela no se entiende, no se puede leer. "¿sabés por qué no se entiende, esta novela?... porque es poesía" dice Tinelli, apoya el mouse sobre el texto y empieza a cortar las frases con la tecla enter. Enter, enter, enter, es poesía, dice Tinelli. Después pasa algo que no recuerda.

A la doctora Blister le pegó el absenta: le habla a Posteridad sobre cosas importantes. La doctora dice: ¿Sabés por qué los sueños son tan difíciles de recordar, por qué se olvidan casi todos? Porque su información está conectada de otro modo. Causa y efecto no cuentan ningún cuentito. Uno recuerda, en la vigilia, no porque cada fragmento se retenga en la memoria, sino porque el cuentito se arma y cada fragmento queda fijo, sostenido por el anterior y sosteniendo al siguiente.
Pero posteridad no le presta atención: sólo quisiera estar corriendo en el interior de una rueda, sin llegar nunca. No quiere saber nada del futuro. Causa y Efecto, mientras tanto, descansan juntas sobre un colchón de viruta.

El joven guarda el libro en un bolso, se levanta del banco y sale de la plaza. Cuando cruza la calle, lo atropella un auto.

En el 2011 el joven se sienta en el banco de una plaza a leer una novela de mil páginas. La impresión que le causa el texto, el estado de fragilidad que le inocula, le recuerda el día en que lo atropelló un auto. Cuenta el cuento para sí: estaba leyendo una novela de mil páginas, en el banco de una plaza. Me sentía frágil, confundido. Ese mismo día mi padre se había hecho la operación de cambio de sexo, y Argentina había quedado afuera de un mundial. Por eso, quise ir a un bar a tomar una cerveza, para relajarme. Entonces me dispuse a cruzar la calle, porque el bar quedaba en la vereda de enfrente. Por eso me atropelló un auto.
Eso fue lo que pasó, así que es un relato simpático y conmovedor. Pero no es cierto que el joven esté recordando. Si recordara, si se instalara en las imágenes de aquel día, vería, por ejemplo, del otro lado de la calle, una paloma que parece estar rascándose la cabeza. Eso también pasó, pero no existe: el joven ya no va a recordarlo.
El cuento de aquel día le causa tal impresión que cierra el libro y lo guarda en su bolso. Sale de la plaza y, al cruzar la calle, lo atropella un auto.

La doctora Blister sostiene, en cada una de sus manos, un tubo de ensayo: uno tiene un líquido color rojo, otro un líquido amarillo, y el otro uno marrón. Vierte los tres en un recipiente de base redondeada.
Se toma el bloody mary y pasa del mareo a la euforia. Confunde a las ratitas con alumnos, o no se confunde.
Vocifera.
pero el cuentito no es así por naturaleza.
Si nos enseñaran a pensar con otros cuentitos
otras estructuras
más amplias
y flexibles
podríamos entender la realidad
en toda su complejidad.
Recordaríamos los sueños,
y haríamos la revolución.
¡Esa tiene que ser la ética subversiva de la escritura!
Aplausos.
La doctora Blister se desploma. Está descuidando a sus ratitas. Causa y Efecto se trenzan en violenta pelea. Posteridad las mira, displicente. Cruza las piernas y las mira.

El joven está acompañado, está solo y acompañado. El joven es, como todos, un narrador; más o menos eficaz, pero lo cierto es que es un narrador, como todos. Esto es: tiene sus límites. A su lado está un joven, él mismo pero otro: antes de cruzar la calle percibe una leve molestia en el tendón de la pierna izquierda, mientras cruza la calle observa, del otro lado, una paloma que se rasca la cabeza. A este joven, que es el mismo pero otro, se lo denomina: el acompañante.
Si el acompañante quisiera explicarle al joven qué es lo que observa mientras cruza la calle, tendría que decirle: hay una paloma que se mueve como si se rascara la cabeza. La cual es inexacto, no existe tal cosa, pero es la verdad. Tal vez el acompañante intenta explicarle tal cosa al joven, mientras cruza la calle, y es por eso que el auto blanco les apunta sin querer y se los lleva. De haber sido así, la paloma y sus extraños modales habría sido, en efecto, la causa del accidente, por lo que se volvería parte del relato habitual y el joven, narrador como cualquiera, podría recordarlo.

Pero no es así, sabe el joven, luego de la tomografía, la ecografía y la ontología de su personaje, cuando intenta dormir, o todo lo contrario, en la cama del Sanatorio Mitre. Cuando toma agua le sale un chorrito delgado por el lugar de la barbilla que no ha terminado de cicatrizar. Se pone auriculares y escucha la radio en un walkman. Está solo y la existencia de otras personas, adentro de esa radio, se le vuelve espectral. Mueve la perilla (que no es la barbilla) del dial hasta que encuentra una emisora en la que no se escucha nada. Hasta que se escucha. Es un radioteatro en inglés. Los diálogos son sobreactuados, solemnes y en inglés. El joven se queda escuchando, pretende entender hasta que se queda dormido y sueña. El acompañante despierta.

Hay una fiesta. El joven piensa, en el sueño, que todas las fiestas son de disfraces, pero no se da importancia. El joven ve la fiesta como en una pantalla de cine. Hay mil personas paradas en fila, todas miran hacia una hipotética cámara. En realidad, el joven no ve más de diez, pero el locutor del sueño explica que son mil. Es posible que el joven, mientras duerme, quiera filmar una metáfora, pero a su inconsciente no le da el presupuesto para la producción y se conforma con una decena de extras y un locutor didáctico. Cada extra se mueve, mirando a la cámara, de un modo particular, como si en lugar de moverse estuvieran actuando unos movimientos. Cada extra tiene, en la frente, un papel con una palabra escrita. El joven tarda en comprender que cada extra puede leer la palabra que significa cada uno del resto de los extras, pero no sabe cual es la suya. Cada uno de ellos, entonces, actúa la palabra que lleva puesta, modificando el sentido de la frase de un modo que desconoce. Esa es la fiesta. La fiesta es la frase y los participantes creen divertirse, cuando el que se divierte es el que los lee.
Un extra se rasca la cabeza como si fuera una paloma. Eso no es posible.

El joven despierta y recuerda un sueño hasta que lo olvida. Sólo recuerda imágenes inconexas y la cifra mil. Interpreta, entonces, que ha soñado algo referido a una novela de mil páginas. Saca el libro del bolso y comienza a leerlo. Pretende leerlo hasta que le den el alta. El acompañante se harta del joven y sus conectores y sale del sanatorio. Compra una gaseosa en el kiosco. Cruza la calle para tomarse el colectivo y un auto, apenas uno de todos los que circulan por la calle, logra atropellarlo.

Dios es una máquina vieja, sin conexión a Internet: al acompañante lo suben a una camilla y lo depositan al lado de la cama del joven.
El joven piensa que una buena solución es escribir la palabra dios al comienzo de la oración para evitar tener que decidir si escribirlo con o sin mayúscula. El acompañante agrega que el programa microsft Word 2003 escribe automáticamente con mayúscula la palabra Internet, no así la palabra dios.
Así es. Al que no toma decisiones, lo escriben los de ajuera.
Pero los hermanos no se vuelven comun-i-dad: se pelean y se borran en lo mutuo. Pelean.
Al joven y al acompañante les gusta la doctora Blister. Intentan seducirla, aunque a ambos les queda lejos. El joven cuenta su accidente como se cuenta hoy: usa palabras de ahora, escucha cumbia, cuenta la anécdota y la vincula al negocio del petróleo. Dice que antes de ser atropellado chateó con alguien, y que después de ser atropellado mandó un mensaje de texto a sus amigos para avisarles. Pretende facilitarle la lectura a la doctora Blister. El acompañante, en cambio, la juega de misterioso: quiere que la doctora Blister se fije en él porque no lo entiende, porque él fue sincero y contó lo que realmente pasó en el accidente, sin relatos prefabricados, sin conectores jerarquizantes, todo transparencia.
Se insultan de camilla a camilla y se parodian.

La doctora Blister cruza las piernas y retiene el núcleo de la resaca entre ambas. Cuando anda con resaca se excita profundamente, pero al masturbarse le duele más la cabeza. Y el dolor de cabeza le da muchísimas ganas de masturbarse. Lo cierto, lo único cierto para ella, es que está sola. Las ratitas no están. Tal vez las dejó escapar, o se las comió de bajón. Tiene un par de libros para hacerse compañía. Uno de los dos se le tira encima, la adula con mal gusto y quiere hacerle las cosas demasiado fáciles. Al otro no lo encuentra. Lee unas páginas del primero, lo cierra y decide masturbarse. La doctora Blister mira los frascos sucios y vacíos y se siente culpable. Es el problema de vivir en el futuro: se es culpable de casi todo. Tendría que hacer una buena acción, piensa. Podría comprar las prótesis nuevas que salieron, para su hija adolescente. Pero vuelve a masturbarse. Qué cosa, piensa la doctora Blister. Miles de años de literatura y todavía tengo que imaginarme las historias yo misma para pajearme. Ya no quedan escritores, son todos iguales. Miles de años de pasado literario y ni un escritor, ni uno solo que tenga huevos y venga a escribir, acá, directamente desde el futuro. Pendejos.

El joven lee. Piensa que un escritor en serio debería ser capaz de escribir una imagen tan potente y evocativa que sea metáfora de algo que todavía no existe. Una imagen que no sea funcional a una novela existente, un recurso, sino que contenga una novela potencial.
Uno con huevos se haría cargo de que ‘nunca se sabe’ y desde ahí escribiría. Cada fragmento podría conducir a un futuro distinto, una novela otra. Escritor con huevos se haría cargo de que del futuro nunca se sabe y que cada una de las novelas otras producirá el futuro donde ser leídas. Una novela que no se sabe. Una pista creada para despistar. Como la cifra mil de sus sueños. Es una trampa.
Una trampa es una trama en estado latente.
Un significado en estado latente, invocado por la fuerza de una novela, es la literatura del futuro, ahora mismo.
Es el joven y el acompañante cruzando la calle que los separa de la doctora Blister, quien los espera en el bar con una botella de vino. Es un riesgo, claro: en el medio, los autos.

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